El Acuerdo de París, que se cerró en la capital francesa el 12 de diciembre de 2015 y que ya han ratificado casi 150 potencias (entre ellas EE UU, el segundo país que más CO2
emite, por detrás de China), fue un ejercicio de multilateralismo.
Todos los firmantes asumían una meta común: tratar de impedir que el
aumento medio de la temperatura del planeta supere los entre 1,5 y 2
grados a final de siglo respecto a los niveles preindustriales. Aunque ya ha entrado en vigor, las medidas concretas del pacto se empezarán a aplicar a partir de 2020, cuando finaliza el periodo de vigencia del Protocolo de Kioto.
Además de asumir esa meta común, todos los firmantes del Acuerdo de París tienen que presentar planes de reducción de sus emisiones de gases de efecto invernadero,
responsables del calentamiento global según el consenso científico.
Esos planes nacionales de recorte de emisiones son voluntarios, es
decir, no se imponen desde la ONU o la convención sobre cambio
climático, sino que cada país presenta su programa y el objetivo de
recorte al que se compromete a llegar. Esta fórmula se incluyó, entre
otras cosas, para permitir que Estados Unidos se sumara al acuerdo. Y
que no ocurriera como con el Protocolo de Kioto, que George Bush
abandonó y que fijaba obligaciones de reducción de emisiones a sus
firmantes.
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